sábado, 30 de octubre de 2010

Una palabra dicha, o no dicha, gritada o susurrada puede desatar una revolución. Uno no se da cuenta de todo lo que tiene para decir hasta que empieza a decirlo. Las palabras están ahí, atrapadas en tu cabeza, quieren salir, quieren ser dichas, quieren ser gritadas. Cuando alguien me discute, le termino dando la razón. Cuando siento miedo me burlo de los cobardes. Para eso sirven las palabras, para ocultar lo que sentís. Uno cree que las palabras dan respuestas, pero dan algo más poderoso: preguntas. Decir algo es muy potente, pero más potente aún es no decirlo. Porque el silencio también tiene palabras, pero son palabras guardadas, elegidas, que esperan pacientes el momento de ser reveladas. A veces solo hace falta abrir la boca para que se desate un huracán. Pero las palabras cuando llegan te despiertan. Las palabras pueden distraer, engañar. Las palabras son pensamientos que se convierten en acción. Las palabras provocan, inquietan, movilizan. ¿De quién son las palabras que decimos? ¿A quién pertenecen? ¿A uno, a varios o a todos? ¿De qué sirven las palabras si uno las dice y nadie del otro lado las recibe?¿Qué valor tiene una palabra si nadie la escucha? Sin palabras no hay silencios.Y sin silencios no hay palabras. Muchas veces no sabemos por que callamos, y muchas más no sabemos por qué hablamos. Estamos en silencio, guardándonos las palabras hasta que algo, alguien nos hace hablar. Y sin embargo, muchas veces nos quedamos mudos, sin saber que palabra usar. Dicen que una imagen vale más que mil palabras, pero cuando una palabra tiene valor puede contener mil imágenes. ¿Acaso hay una expresión que sea más hermosa, llena de sentido y amor que “te doy mi palabra”? Te doy mi palabra es un acto de entrega, de amor, de confianza, es más que una expresión de deseo, es un compromiso de vida, es un acto de fe. Porque cuando todo perdió valor la palabra puede rescatarnos. soy la esperanza de siempre que resiste a la desolación. Ese es el valor de mi palabra, de mi nombre. Hay que creer y confiar en el valor de las palabras.
Si quiero algo lo consigo y siempre sé lo que quiero, lo sé apenas lo veo. Cuando quiero algo puedo saltar cualquier obstáculo.
Tengo virtudes, pero tambien un gran defecto: en cuestiones del amor nunca se cuándo hay que actuar y cuando hay que esperar.
Si fallamos en el momento de actuar, si actuamos demasiado tarde, las consecuencias pueden ser irreparables. Si actuamos demasiado pronto también puede ser irreparable. Se trata de entender que todo tiene su tiempo.
Actuar o esperar, dos caras de una misma moneda. Con cualquiera de las dos podemos ganar pero también podemos perder.
Una corazonada, una señal, siempre buscamos algo que nos diga cuándo actuar. Pero no nos damos cuenta de que esperar también es actuar, entonces la impaciencia nos lleva a actuar a destiempo, a equivocarnos.
Y si se trata de actuar, nada mejor que sorprender.
Al fin y al cabo actuar es mentir, creo. Y entonces ciego caes en la trampa por no saber esperar.
Somos esclavos de nuestras impaciencias, de nuestras tentaciones, de nuestra culpa.
Siempre se trata de lo mismo, de cuando esperar que decir y que no decir, cuando hacer el gesto apropiado, cuando mantener el silencio, cuando ocultarse y cuando mostrarse.